Lisboa nos recibió con su luz dorada y sus calles adoquinadas que parecen diseñadas para desafiar nuestras piernas latinas. Desde el primer momento supimos que esta ciudad no nos la iba a poner fácil, pero eso nunca ha sido un problema para nosotros. Entre subidas, bajadas y algún que otro resbalón, exploramos cada rincón de esta joya atlántica con la actitud que nos caracteriza: curiosos, hambrientos de aventuras y con cero intención de seguir rutas turísticas aburridas.
Si hay algo que define Lisboa es su caos encantador. Nos aventuramos por la Baixa, el corazón del casco antiguo, donde cada esquina parece una postal. Desde la majestuosa Plaza del Comercio hasta la calle Augusta, nos dejamos atrapar por el ritmo lento pero vibrante de la ciudad. Subimos a la Alfama, el barrio más auténtico de Lisboa, donde las fachadas descascaradas y la ropa tendida en los balcones cuentan historias de un pasado resistente. Ahí, con una copa de ginjinha en la mano (ese licor de cereza que los lisboetas toman como agua), escuchamos el eco del fado en las callejuelas empedradas. Te recomendamos este tour.
No podíamos dejar pasar la oportunidad de montarnos en el mítico tranvía 28, aunque sabíamos que sería un safari entre turistas. Y sí, nos tocó pelear por un asiento con una horda de mochileros alemanes, pero valió la pena. Recorrer la ciudad en ese cacharro amarillo que parece sacado de otra época nos hizo sentir como protagonistas de una película vintage con un ligero toque de peligro (las curvas cerradas y las calles estrechas le dan un aire de montaña rusa improvisada).
Si Lisboa es la ciudad de la nostalgia, Sintra es la del surrealismo. Tomamos el tren y en menos de una hora estábamos en un mundo paralelo, donde castillos coloridos y palacios sacados de cuentos de hadas nos esperaban. Visitamos el Palacio da Pena, una explosión de colores y formas que parece diseñada por un arquitecto en pleno delirio creativo. Subimos hasta el Castillo de los Moros, donde el viento casi nos roba los lentes de sol, pero las vistas nos compensaron con creces.
Entre pasteles de nata devorados sin culpa y una obsesión por fotografiar azulejos lisboetas, nos dimos cuenta de que Lisboa es mucho más que sus colinas y su famoso puente 25 de Abril. Es una ciudad que se siente, que se camina y que, sobre todo, se disfruta sin prisas.
En Lisboa, nos volvimos a perder para encontrarnos. Y no hay mejor forma de viajar que esa.